Durante la noche de Guápulo, frente a la puerta de la iglesia convento, surgió un pensamiento, la posibilidad de un sacerdote non sancto. El cura es humano y por lo tanto es débil, es carne que puede errar. La carne come carne; en el agua se pudre, en el aire se corrompe, en la tierra se infecta, sólo en el fuego se purifica.
Carne quemada es ofrenda y alimento, carne cruda es seducción es temptation. Así, en ingles la palabra tentación se construye con significado más sugestivo temp- tation.., temp-o: tiempo, temporada. Temp-estad, s-tation: estación. La tentación aparece casi como una fuerza de la naturaleza, un sutil estado del tiempo que es irrefrenable e invariable, que no se puede prever ni conducir, tan sólo asumir. Casi se podría decir que nada podemos contra ella. En español Tentar también quiere decir tocar, tratar, encontrar a ciegas, utilizar el tacto. Andar a tientas no es buscar la tentación, es la tentación misma. Cuando nos sentimos tentados la vida adquiere un matiz especial, prometedor. La tentación, ¿produce aventura? O, ¿es la aventura una tentación?
Mi primer sacerdote fue un juego de tentación y aventura. Una malcriadez diría mi abuela, un divertimento infantil, pervertida malicia, ¿tentaba yo al cura o el que estuviera allí para esa parroquia era suficiente incitación a pecar? Se me aparece la promesa del riesgo y el castigo; en el juego de la seducción, todos los jugadores usan la tentación como herramienta primordial. Hay que tentar al oponente, ¡como se le gana si no! A ver lo que recuerdo:
Siete y veinte y cinco de la mañana y yo cerraba la puerta de mi casa en san Marcos, me quedaban treinta y pocos minutos para llegar al edificio ministerial donde trabajé. Recto por la Junín hasta la Flores, a la derecha por la Espejo, zigzag y me paro frente a San Agustín. Aun me quedan diecialgo para una oración o simplemente para chequear los avances en la restauración de la torre de la iglesia, pero, pensando así aquel día de octubre del ochenta y pico entré por el baptisterio y, sin echarme la santiguada con agua bendita, me di de lleno con un curita nuevo que con los brazos en alto y acento de europeo hablando en español invitaba a los pocos feligreses congregados esa mañana a que se abrazaran para desearse la Paz del Señor.
No pude pacificarme. Esa mañana seguí de largo y con el sonido de su solicitud de paz me fui al trabajo. Pase todo el día decidiendo si era francés o suizo, porque ni italiano ni alemán. Griego, sueco o portugués no se me pasó por la cabeza. Resultaría luego francés, a la mañana siguiente; hasta salí más temprano, tentadísima, de mi apartamento. Al final de la segunda lectura, carta a los colosenses, El principio de todo, capítulo uno versículo quince.., Él es la imagen del Dios invisible.., en Él fueron creadas todas las cosas.., existe con anterioridad a todo.., en Él reside la plenitud. El beso fue sobre el libro, Palabra de Dios, pero yo lo sentí, incluso tibio, Te alabamos señor, sobre mi mejilla. La tentación había tomado la forma de sus labios pulposos como una frutilla, como sangre derramada por la paz.
Seguí yendo todos los días a tentarlo, a confundirlo, a hacerlo tartamudear y perder la marca de la hoja en el misal, a verlo ensudar el cáliz con sus manos temblantes, a señalarlo con la punta de mi lengua, a guiñarle un ojo, a enseñarle las uñas coloradísismas tamborileando sobre el filo del hilván de mi falda, a chuparme el índice, a mirarlo sufrir. Si alguien se dio cuenta, nadie se quejó. Allí cada quien atendía su propia tentación, no habíamos salvos; todos atrapados, todos esclavos. La libertad sacerdotal la entendí cuando visitaba el patio del claustro franciscano, pero ese fue otro cura, otra cura, ¿solución debería decir? Estaba confundida, una vez más quería ver a Poseidón en la fuente de alabastro y me encontré con Fray Bernardo el de las visiones del Hermano Sol. El nerviosismo del curita franco me contuvo, durante semanas me dedique sólo a morbosearlo, hasta que un día, a coste de llegar atrasada a timbrar la tarjeta de entrada, me puse en fila para la comunión.
Ardía Troya.., trastabilló cuando me vio en la hilera eucarística. Lo vi hurgarse entre los bolsillos, cambiar de mano a mano el cáliz, seguir rebuscándose bajo los hábitos y la sotana, hasta que se quedó quieto y empezó, El cuerpo de Cristo, y, Amén, le fueron respondiendo hasta que llegó mi turno, entonces, veloz y seguro metió en el bolsillo de mi solapa una pelotita arrugada de papel, hizo el ademán de darme la hostia pero en mi lengua no se posó ni siquiera su tibio pulgar acólito. Amen, dije y salí de la iglesia.
¿Alguien se espanta? Quizá. Abrí la bolita una vez sentada frente a mi máquina olivetti de margarita electrónica. La apreté de inmediato porque el subsecretarío y su asistente me sorprendieron llegando demasiado temprano con las prisas de siempre que les cogían cuando el presidente los puteaba pero que al medio día, luego del almuerzo, se disipaban y, vuelva la zamba al baile, y yo a pintarme las uñas y al papelito arrugado. Me llamo Maurice, te espero a las seis en la plaza grande.., en papel cuadriculado de libretita espiral de Paco.
Misteriosa estas hoy, ¿en que andas? Me preguntó la secretaria del despacho del ministro durante el almuerzo. Mucha risita coqueta al aire, mucho pelo suelto. Como que se te ha hinchedo el pecho, mijita. Es que me he levantado un curita europeo, no podía contestarle, ni modo, Me levanté contenta, dije. ¡Ah, buena noche!, con fruncida de labios y ceja levantada. ¡Que va! Las cosas que se le ocurren, Piedacita. Tuve un sueño bonito, en el que me veía de chiquita, eso fue todo. ¿Nada más? Nada más, Piedacita, sabe, yo tuve una infancia bien linda, mentí. Ha de ser, mijita, ha de ser. Monjas de mierda, me dije para adentro. Yo me vengaré de ellas en el Maurice. ¿Fue por venganza? ¿fue por arrechera? No sé, lo cierto es que esa tarde marqué tarjeta a las cuatro y cincuenta y regresé a la oficina a retocarme el maquillaje, a escarmenarme el pelo, enredarme el flequillo a lo Farrah Fawcett. Estuve tentada a sacarme el sostén pero no, preferí abrirme la camisa hasta el tercer botón desplegando el cuello sobre la solapa del uniforme y amarrarme el pañolón a la cintura para que el escote se viera profundo y la cadera más pronunciada. Eso sí, me quité los zapatos de taquito plano y me puse los negros de charol con taco de doce puntos que guardo siempre en la oficina para cuando los jefes me invitan luego del trabajo. A este cura le va dar un infarto cuando me vea. No, no le dio ni cuando en el restaurante le pasaron la cuenta.
Resultó que era francés, agustino, como correspondía; pero, estaba por irse del país y, claro como yo llevaba casi un mes haciéndole la broma y las morisquetas, el tenía el papel escrito desde hacía días, hasta que por fin me puse a su alcance y me lo dio. Puntual llegué a la plaza esa tarde aun cálida y clara, me paré en el atrio de la catedral mirando hacia el palacio arzobispal, tratando de tener vista de toda la plaza. El había llegado antes y me sorprendió por la espalda, Que pena haber perdido tanto tiempo, me dijo. Que importa, contesté, mejor tarde que nunca, no es la cantidad sino la calidad. Claro, y por eso sugirió el Hotel San Francisco, el más elegante del centro. No debí aceptar, por discreción, pero allí fuimos.
Vestido de cristiano casi no lo reconozco, la sotana, la casulla y la estola verde con lila que se ponía durante la misa disimulaban muy bien su abdomen con incipiente barriguita y le daban un aire bastante adulto. Lo mire de arriba abajo y pensé en quitarme el saco, botar los zapatos y amarrarme el pañolón en la cabeza, pero no había caso, el look de femme fatal estaba listo y nada lo desbarataría. Seguro que es menor que yo, me dije. Resultó que tenía veintiocho como yo. Llevaba unos zapatos azules de cuero griego, un jean oscuro, un saco de pana prusia con coderas de cuero negro sobre una camiseta de cuello muy ajustada de color lavanda con un coqueto pañuelo burdeos anudado bajo la barbilla.
Sea como fuera, la estampa resultaba llamativa caminando por el centro: la típica mona zorra burócrata que acaba de levantarse un turista muy fashion, pensarían algunos; la loca cajera del Pichincha con su amiguito gay van a tomarse un trago, para otros. Como sea al entrar al lounge llamamos la atención y reconocí algunas miradas, me hice la loca, no quedaba otra. No tuve la necesidad de plantearle mi prejuicio sobre su atuendo europeo que en el Ecuador de los ochenta no era nada más que mariconada vivita porque sus ojos decían todo lo que yo necesitaba, el casi no hablaba, la catarnica era yo. Su mirada milimétrica me tasaba, entraba y salía de entre mis tetas, sondeaba en espirales sobre mis pecas, se humedecía cuando sus dedos recorrían el dorso de mis manos, destellaba cuando yo pasaba la punta de mi lengua sobre los incisivos temiendo la mancha del labial, entonces el reía y sus ojos se apretaban en un tono más profundo que sus jeans reflejando aristas del lila claro de su camiseta, me recordaba a la mirada de Alain Delon aunque no se le parecía. Ni para qué decirlo, me tenia mojadita, mojadita.
Afortunadamente llegó el momento que me calló, Te parece si pido la adición. Yo me imaginé que era un combo de tragos y llegó la cuenta que pagué yo, resarciendo la canasta de la limosna que nunca cebé. A tu apartamento, decidió. Y sí, eso tocaba. No me expondría entrando a cualquier hotelucho. Tomamos el taxi y en la vía nos fuimos calentando más y más. Subimos casi corriendo y luego de la puerta me lanzó sobre el sofá y allí me desnudó con la presteza que se bendice un denario o una estampa de comunión. Yo no alcanzaba a desanudarle el pañuelo del cuello y el ya me estaba volteando para lamerme la espalda mientras magreaba mis nalgas. Todo un experto.
Le pedí que fuéramos al dormitorio y, terminando de desnudarse frente a mí me dijo que no, Las camas no me excitan. Me levantó en sus brazos de abundante vello oscuro sobre piel blanquísima y fornida apretándome a su pecho de orangután albino y me extendió como ofrenda episcopal sobre la mesa de comedor. Eres mi cordero, eres carne y sacrificio... Me sentí pura y bandida, en sus manos diestras fui cáliz y oblea. Mis pezones se hicieron hostias rosadas en sus labios, mi carne era masa, era trigo, era pan. Ombligo urna sacramental, derramé leche y miel que se hizo vino para que Maurice bebiera y me consagrara. El rito me volvía loca, junte mis rodillas atrapando su rostro entre mis humedades, su lengua batía in excelsis deo. Fui saciada hasta la hartura y cuando me vio ovillada, hecha una caracola sobre mi misma, tocó mi nuca con su báculo carnal y me mojó de sí.
La tentación voló en busca de otras loas, nuevas alabanzas, y me dejó maculada carne non sancta.
¡Alucinante! Pude sentir la tentación del pecado correr por mis venas y la disfrute...
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