Ayer, caminando por la calle Boyacá, di un traspié y me fui de oreja contra un pilar a mi izquierda. El dolor fue increíblemente agudo. Mientras tanteaba mi sien comprobé que de la columna, de vieja y sucia madera apestosa a orines, sobresalía un clavo de más de dos pulgadas. ¿Habrá perforado mi cráneo?, me pregunté y no me atreví a dejar de presionar la boca del agujero, pues imaginaba que un chorro del grueso de un tallarín brotaría.
Comprobé que el clavo estaba totalmente cubierto de sangre. No lograba entender por qué no me desmayaba. Seguí presionando el hoyito y saqué mi pañuelo para ponerlo en lugar de mi dedo mientras decidía si tomar un taxi o trataba de llamar una ambulancia. No hubo chorrito, ni chorro. Tan solo una gota insignificante que rápidamente se coaguló en mi dedo. Un tanto desilusionado y otro poco avergonzado, refregué hasta la furia y sólo conseguí mugre con pedacitos de caspa.
Volví sobre el clavo. Continuaba embarrado y ahora, con más detenimiento, vi una masita espesa, como morada, que colgaba de la punta. Me atacó la paranoia. La muerte tendría que haber sido instantánea, y a lo mejor no me di ni cuenta del rato en que había muerto. Debía buscar por ahí mi cadáver, seguro de que estaría al costado del pilar, pero no, no estaba allí. ¡Chuta!, me dije, siempre ando perdiéndolo todo. Entonces vi una anciana harapienta que, mugrosa y desdentada, se burlaba de mí desde la oscuridad de un zaguán, imitando la refregada y señalándome.
La miré bien serio y guardé el pañuelo, ella copió el gesto como si fuera mi reflejo en un espejo. Nos miramos fijo y en nuestros rostros afloraron muecas que al verse correspondidas se hicieron estruendosas carcajadas. No podíamos dejar de reír. Nos agarrábamos el estómago y la cabeza, sentía que se me aflojarían los esfínteres. Sospeché próximo un paro respiratorio e intenté contenerme, hasta que ella, sacudiéndose como yo, me extendió un trapo empapado de brillante rojo y entornando sus ojos se desplomó.
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